Abierta la libreta por la tercera página, Aurelio garabateaba sus pensamientos en espirales hasta que se perdían en el infinito. Con su mano derecha acariciaba el teléfono que aun conservaba su abuelo desde el comienzo de los setenta. Garabateaba y se maldecía por su indecisión, repasaba de memoria las flaquezas de sus amigos y todas eran inferiores a la suya, siempre tenía que andar dudando qué hacer o qué decir, también el cómo le parecía importante. Vio entre aquellas espirales la sonrisa, que años después tacharía de cruel, de su amigo Alejandro. No sabía cómo se las arreglaba pero siempre acababa teniendo razón, pero no de manera dialogada ni metafísica, sino de ese otro modo que puede infundir un enorme desasosiego y mina los recursos más intrínsecos, era capaz de defender lo mismo que te había rebatido el día anterior con el menor atisbo de remordimiento cuando él pensaba justo lo contrario. Y siempre salía airoso, levantando la barbilla y despreciando tu mirada, en el fondo, temeroso de sus propios argumentos. A pesar de eso, Alejandro era un amigo, aunque detestara de él su incapacidad para la discusión, en ocasiones como aquella, envidiaba su solvencia, que también se dibujaba con calma y sin intención aparente. Y entonces se alertó de que su mano había decidido que las espirales se convirtieran en rectas, las rectas en ángulos rectos y todos, en armonía, en cuadrados, y los cuadrados en rectángulos, y su mano derecha acariciando el teléfono almodovariano. Levantó dos milímetros el auricular, lo imprescindible para llegar a oír el leve sonido de la señal, constante y homogénea como el silencio del salón de aquella casa vieja. Tan vieja como el libro que le había entretenido hasta las cuatro de la mañana y que olía mal, tanto que su olor le había impregnado los dedos y los ojos haciéndole saltar unas cuantas lágrimas, y reflexionaba en aquel instante si era por el olor, por lo tarde que era, por el silencio que oía o por el teléfono que no conseguía despegar y que había dejado caer bruscamente, con la violencia que permiten dos milímetros pero con la intención de la eterna duda que le hizo volver a Alejandro y a Fermín. Fermín se parecía más a él, incomprensiblemente taciturno para sus flamantes quince años, desfogaba sus energías adolescentes escuchando música en unos auriculares de color negro, heredados de su hermano que había sido heavy. El primer día que lo vio, los auriculares, pensó que su familia no tenía dinero, que por eso llevaba esa antigualla, que por eso siempre la misma camiseta negra, que por eso estaba tan flaco y se desmayaba en los exámenes de historia, ¿no comería en su casa? Una tarde, en su portal, le contó que no tenía amigos, todos se reían de él menos Aurelio. Unos meses después él también le purgó, pero en aquel instante todavía no lo sabía, aunque lo sabía. Él no lo hubiera pensado tanto. Tampoco se hubiera quedado despierto hasta las cuatro de la mañana, él no habría dormido, habría terminado el libro y comenzado uno nuevo, por eso llegaba acurrucado a clase, entre escalofríos, encerrado por los Ramones y Deep Purple. Aurelio no se atrevía ni a llevar camiseta negra, eso hubiera significado que se apuntaba a una tribu, y él creía que no tenía credibilidad para eso, que ya estaba en otra y que tanta indecisión le apartaría aún más de la tribu. Y por eso dudaba en utilizar el teléfono o no utilizarlo...
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