jueves, mayo 11, 2006
El quicio
Llegó un momento en el que sintió la necesidad de escapar, todo a su alrededor le parecía absurdo, zafio y carente de consistencia. Todo menos lo más cercano, en eso era muy afortunado. Pero no podía evitar tener una predisposición maximalista, una visión totalizadora de su mundo y de sus semejantes por la que sufría. La idea era similar al concepto de libertad de Bakunin, una felicidad plena cuando todo ser humano alcanzase dicho estatus itrínsicamente ácrata. La mayoría de las veces se veía a sí mismo agazapado bajo algún quicio mientras todo temblaba como en un terremoto, mientras veía, además, las manos culpables de los que movían el edificio. Humillado, le era muy difícil levantarse y saltar, demasiado complicado gritar. Y el sentimiento de impotencia crecía sin límites, tanto que comenzó con los versos, cortos, anotados con boli azul en una libreta que tenía desde los últimos años del colegio, unos versos en los que se repetían siempre las mismas contundentes palabras y que había guardado cuando una voz cercana fue espeluznantemente crítica y sincera, tanto que aquella verdad le convenció para no abrir más aquel cajón. Mirando al quicio se decidió por la lectura, también por el estudio, descubrió que eran bálsamos muy agradables, eran tarjetas de embarque que no tenían fin. Comenzó a crecer un nuevo camino, quizá sería una cuestión de la gente que le rodeaba, quizá tenía la mala suerte de convivir con una cultura propensa y aficiondada a estereotipos, a modelos primitivos, a comportamientos estúpidos, irracionales, tribales. Decidió huir a otro país, anhelando otras reglas, otros juegos, otros oídos más inteligentes, o por lo menos, que estuvieran a la misma distancia del suelo que los suyos. Huyó mucho, en muchos sitios, durante mucho tiempo, y encontró mucho, pero también encontró mucho de lo que estaba escapando. Entonces pensó que para estar lejos de los suyos estaría cerca, si el juego era el mismo para qué estar lejos. Volvió y todo era peor, el terremoto subía en la escala, cada vez veía menos zonas seguras, fuera dejó más de las que encontró dentro. Y el quicio era cada vez más pequeño, más débil y más inseguro, alguna vez creyó verse empujando también las paredes del edificio, pero poco, cuando tomaba conciencia volvía, se abofeteaba y se maldecía, y de nuevo ganas de huir. Y entonces la escritura vino. Y se quedó. Y fue una amiga fiable, un contrafuerte que atenuaba el movimiento que sufrían sus cimientos que liberaba aquello que otros oídos no podían sentir. Y escribió...
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