Olga y Biro

La manera en que se miraban lo decía todo, sus sonrisas cómplices entre los gritos de sus compañeros de clase eran el diálogo perfecto entre dos personas que no tenían nada en común, salvo el irrelevante hecho de que se amaban. No sabían ni una palabra del otro, y eso era en sentido literal. Olga era rumana y Biro senegalés, llevaban dos semanas en el instituto y se querían, y los dos lo sabían, y los dos sabían que el otro lo sabía. Y eso que todavía no habían hablado, se limitaban a mirarse con descaro, riendo, ante la ignorancia del resto de compañeros que casi ni había reparado en aquellas dos formas de existencia humanas. No aguantaron más y se lanzaron, y se quisieron con nitidez, sin dobleces ni esquinas, transparentes, tanto como podía serlo el brillo de los ojos azules de Olga en simbiosis perfecta con los negros de Biro. Un haz de luces, chispas cuando estaban juntos, aunque en silencio, un silencio tranquilo, en las antípodas de la incomodidad y el compromiso.

Pero un día aprendieron español. Y el aprendizaje les hizo conocerse más y quererse más. Pero también les hizo comprender las cosas que ya intuían a su alrededor, sobre todo Biro. Aunque lo
sabían y entendían los gestos y los gritos, no conocían la literalidad de los berridos que pululaban entre ellos cada día. Decidieron no hacer caso, obviar cualquier insulto, menospreciarlos con la indiferencia y seguir sonriéndose en las clases.

No fue suficiente, tenían enemigos persistentes, extenuantes. Los desprecios seguían con la misma insistencia, más acentuados al saber que les entendían y que, por lo tanto, podían hacer más daño. Un día, un profesor llegó a exigir que otros alumnos se disculparan por esos comentarios. Aquello fue peor, el principio del fin.