jueves, octubre 20, 2005
El gran jabalí
Pedaleé en contra de un viento templado, embriagador, seductor, casi anestesiante. El único combustible de mis piernas se encontraba e mi cabeza, alentada por la tensión de un día más de incomprensiones y rechazos sordos y sistemáticos, maniqueos. Crucé un río descendiendo una pequeña pendiente. Cambio de provincia. Un pinar inmenso a mi izquierda me vigilaba sigiloso, inquieto, con la mirada de un jabalí asustadizo que no sabe de mi temor a su poder. Entro. Los árboles no me dejan ver el bosque, sólo veo la arena playera que surcan mis ruedas. Atravieso una tensión totalmente pacífica, interminable por momentos hasta llegar a un camino, primero de tierra, después asfaltado. La sensación de encuentro personal va apareciendo cada vez con más fuerza. El viento me saluda de nuevo, ¿dónde estaba? El gran jabalí me protegía. Aparece ante mi la luz de la inmensidad que perdura impasible. Una luminosidad antigua y severa, absoluta. Claridad y silencio de un tiempo que se ha parado, interrumpido por alguna máquina de ingeniería de origen septentrional, siempre blanca. Ese silencio se mezcla con mi respiración y con la de los pinos que rodean tímidamente el camino, pugnando con los arbustos privilegiados. Es la cima de la muerte de la oscuridad y del suicidio del ruido.