Sentía en mi cara el pensamiento de la gente que me observaba. Sus expresiones se reflejaban nítidamente en sus rostros, haciéndome sentir dubitativo, incómodo, inseguro, débil. Fruncía el ceño para coger fuerza, para insuflarme energía y sentido positivo. Imposible. Una punzada lenta y constante me desgarra el interior, el estómago. Es la furia de los excluidos, de los apartados que crean involuntariamente una destrucción lenta y parsimoniosa sucumbiendo ante la obviedad de un rechazo colectivo de los semejantes. La punzada sube hasta el cuello y pasa a los ojos, van a estallar en lágrimas. La tristeza ayuda a esa sensación de arrinconamiento.
Un ápice de soberbia me sobresalta, una respiración honda elimina los estacazos barrigudos. Pienso, simplemente en otra gente, que no tenga, desde mi perspectiva, esa vacuidad.
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