martes, noviembre 01, 2005

Roberto

Roberto va todos los días al colegio y no sabe my bien que hace allí. Se lo pregunta a diario, no llega a respuestas que pueda entender, se lo pregunta a su madre, "porque tienes que ir", y él, obediente, coge su mochila de Bola de Dragón y sale a la calle a encontrarse con la niebla. Sus ojos normalmente hundidos se perfilan aún más con la humedad y el frío mientras sigue pensando, cada vez con menos fuerza, lo que le había dicho su madre. Dos casas más abajo de la suya se encuentra con un compañero de clase. Se miran, Roberto quiere decirle algo pero antes de que pueda hacerlo lo ve alejarse con una cara de espanto y agobio que no consigue ver pero conoce milimétricamente. No entiende porque le pasa eso tantas veces. Muy pocas personas se paran a hablar con él. A veces algún maestro, alguna compañera con trenzas, algún compañero que no tiene con quien sentarse. Pasa casi todo el tiempo solo.
Sigue su camino y llega al colegio. La puerta está todavía cerrada, tiene que esperar. Casi todos los niños de su clase están alrededor de un coche azul, apoyados con desgana, contemplando como dos de ellos pugnan por el liderato decidiendo lo que iban a hacer durante la tarde. Roberto va hacia a ellos. Se posa también sobre el coche, pensando que es uno más de la pandilla. Ríe cuando ríen, no habla, intenta entenderlo todo, no puede, quiere decir algo, tampoco. Sus amigos circunstanciales siguen hablando cuando aparece por la esquina el repetidor, el verdadero jefe. Camina con seguridad, aunque en su cabeza todavía retumban los gritos de su madre y la indiferencia de su padre. Eso era lo peor y también lo mejor, podía hacer lo que quisiera. No sabía el significado de la palabra límite, nunca nadie se había encarado con él, entre otras cosas porque sabía con quien medirse, tenía instinto para eso.
El despotismo doméstico se trasladó a la puerta del colegio, era fácil demostrar su poder en determinadas situaciones, le hacía sentir especialmente feliz, sobre todo si las risas de los demás acompañaban su iniciativa. Era simplemente sencillo y satisfactorio, nunca nadie le había dicho amistosamente que no pudiera hacerlo, ni le habían amenazado, ni habían infringido sobre él lo mismo con lo que él disfrutaba. Por lo tanto, era correcto.
Analizó su víctima propiciatoria. No era la primera vez, pero Roberto lo olvidaba con una facilidad pasmosa. ¿Cuál sería la excusa esta vez? ¿Necesitaba una excusa? "Quítate de mi sitio", gritó el tirano. Roberto, hizo un esfuerzo sobrehumano súbito que le autosorprendió para llegar a la conclusión de que: "No puedes tener ningún sitio, es un coche aparacado, no hay sitios en los coches aparcados". Nuestro pequeño dictador cambió su expresión rutinaria de desprecio, de tarea realizada asiduamente, por una de sorpresa ante la insultante actitud del inferior a su rango, ¿cómo podía atreverse ese, si ni sus padres le replicaban? Roberto recibió una patada en el costado que lo tiró en un alcorque llenó de colillas y envoltorios de golosinas que había junto a su sitio. Oyó risas. Mamá, ¿por qué tengo que ir al colegio?, pensó. Se levantó, abrió su mochila y comenzó a buscar nada en ella, deseando que el color rojo de su cara desapareciera y que los minutos pasaran con rapidez.

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