Sebastián (II)

Cruzó la carretera corriendo justo después de levantar la mirada de sus pasos y contemplar aquel nuevo espectáculo esperado. Ante él tenía una inmensa llanura tintada de pequeños ababoles inquietos, ansiosos de acercarse a unas encinas gigantescas y majestuosas que parecían estar disgustadas entre ellas. Pensó, mientras se acercaba a la más próxima, en memorizar lo que estaban recibiendo sus sentidos. También pensó que no haría falta. Apoyando su espalda contra el tronco de aquella vida, miró hacia el cielo, encontrando una maraña de hojas que pugnaban con unos rayos de sol tranquilos y hermosos. La sombra le había aliviado la cabeza, la visión le calmó dentro. Decidió sentarse sobre una piedra para reconocer aquel paisaje y llegar a figurárselo con los ojos cerrados. Eso hizo. Miró con atención a su alrededor y apartó la vista durante horas, consecutivamente y sin reglas. Las amapolas chillaban al no poder disfrutar de la llanura y las encinas aguantaban estoicamente cómo aquel viento las impulsaba a liberar las flores. Pensó en la mala suerte de esos árboles de no poder acariciar los pétalos rojos de las chillonas, envidió el privilegio de su lugar, atentos siempre a una verdad materializada por la nada más abarrotada de vida que sucumbe en la horizontalidad. La luz coqueteaba con el verdor que rodeaba a las amapolas, se entrelazaba con las copas, sacudía al viento. Mandaba.
Al empezar a anochecer se dio cuenta de que se hallaba ante una nueva escena melliza de la anterior. Decidió hacer lo mismo. Al saberse la imagen diurna, intuía la nocturna. La primera noche no hubo suerte, un cielo encerrado entre algodones no permitió que la Luna disfrutara de aquella inmensidad. La segunda noche sí pudo mirar. No hacía viento. Las flores se durmieron y los árboles crujían, eran ahora los que se quejaban. De nuevo la luz impuso su mando. Los grises y blancos luchaban para parecerse al azul. No lo consiguieron.

Estuvo tres días sentado en aquella piedra contemplando y memorizando.