domingo, abril 02, 2006

Las flores de Sebastián

Circunscribía sus buenos argumentos para los equivocados, en eso siempre erraba con una ingenuidad parvularia, una ingenuidad pariente de la estupidez más descuidada y ampulosa. Prorrumpía con ideas melifluas y certeras que no alcanzaban a los martillos auditivos deseados, aquellos en los que las conjunciones de sonidos no se las llevara el viento. Y persistía en ese juego de equilibrios higiénico en el que una conversación era un precipicio al que siempre se arrojaba, obligado por la espada del pirata que por su necedad o su desinterés, le hacía saltar a un vacío que duraba varios días de poner en orden las ideas.

A grandes rasgos, así era Sebastián.

Al atravesar la puerta de su casa, una cálida mañana de aquellos abriles, decidió marcar un nuevo rumbo. Sus convicciones eran profundas, tan asentadas en su tres independientes poderes internos que la propagación bienintencionada era una obligación. El conocimiento nos hace responsables, siempre le repetía Ernesto. La calle estaba cómo, cuándo y dónde siempre, sucia, luminosa, ruidosa y en tranquilidad consigo misma, llena de una plenitud que detestaba desde un conocimiento milenario.

¿Qué......................?

Iría al campo, montañoso y cercano, recogería las flores más hermosas que viera y las repartiría a todas las personas que a su paso fuera encontrando. Lllegó a tener en sus manos unas sesenta y siete. Descendió la empinada cuesta que no le había costado ningún esfuerzo subir, preso de su pueril entusiasmo, y empezó su cometido.

Feliz día.

Feliz día.

Feliz día.

Feliz día.

...

La flor sería la bofetada interior que animaría a sus congéneres a vivir aquella primavera eterna que es la vida. La extrañeza no le importó en un primer momento, ¿qué iba a hacer? No le entendían, es normal, nunca nadie había hecho eso antes. Pero la extrañeza se tornó indeferencia y más tarde insultos.

¿Qué haces maricón?

¿Me estás provocando?

¿Quieres pelea?

No, no lo soy; no, no le estoy provocando; no, no busco pelea.

Dudó si seguir con su reparto, tirar las flores y volver a casa. Una lágrima le caía desde su ojo derecho. Pensó en devolver las flores a su sitio, renovar su perfume en su habitáculo. Una derrota más. Corrió hacia la orilla atestada y arrojó las flores al mar.

Triste y solo, como tantas otras veces claudicó sonriendo.

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