Llegaba tarde a todas las réplicas, parpadeaba atónito e indefenso ante todas las puyas que recibía con una crueldad que le hacía reflexionar hondamente, un ensimismamiento distante en el que su cara de estúpido se asemejaba a un saco rojo de boxeo. Simplemente no lo soportaba, crecía en él una frustración que le hacía retroceder años, se perdía en domingos eternos de culpa en los que los ecos de esas mismas lanzas se repetían con la misma intensidad.
Llegaba tarde porque se le ocurrían tres o cuatro horas después, en la tranquilidad y el silencio, en la soledad, era muy ingenioso. Siempre pensó que los años calmarían esa frustración, pero no era así, sino más bien todo lo contrario. El hueco se agrandaba con la misma fiereza que las embestidas.
Era, sin atisbos de dudas, un niño acostumbrado a la paz, a los muros de protección.
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