miércoles, julio 26, 2006

Vera (IV)

Nada comparable a los preludios, especialmente aquellos días en los que había que seguir yendo rutinariamente al instituto para no hacer nada, sólo ver pasar los timbres entre vacíos interminables o conversaciones estridentes. Nada como los preludios de las vacaciones de verano. El verano significaba leer. Leer por la mañana, debajo de la parra del patio al mediodía, tumbada en la cama después de comer, tumbada en la cama con el flexo que le abrasaba la mejilla izquierda y luego la derecha. Leer y esperar. Leía todos los ecos que durante el año no había podido alcanzar, rebuscaba en las vitrinas de su habitación, cada vez veía aquellos libros más insignificantes, carentes de las respuestas que no sabía preguntarse. Era entonces cuando se escabullía en el cuarto de sus padres o en la sala de los libros. Trataba de encontrar un tesoro, un título o un autor que hubiera oído alguna vez, preferentemente no de sus padres, y que le arrastrara por la rambla de nuevas noches sin sueño. El verano era leer y también esperar.

Esperaba a septiembre con el hambre de nuevos amigos, de nuevas ideas y también de nuevas derrotas, de nuevas frustraciones en las que regocijarse. Una alegría heredera de una contradicción que la obligarían a encerrarse de nuevo junto al radiador que su hermano había pintado como el arcoiris.

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