domingo, agosto 13, 2006

Hipólito (I)

Tenía ganas de matar a alguien. Despojado de las trabas culturales que le impedían tal hazaña, aquella mañana se había despertado puro instinto destructivo al mismo tiempo que un torrente de fuerza creativa le enrojecía los nervios aún adormilados. Cada noche se acostaba pensando en cuántas veces se habían reído de él a lo largo del día, la lista era interminable: la vecina, el transeúnte, el conductor del ford fiesta, el compañero de universidad, el del bar de la factultad, el de la vespa, el otro transéunte... Pero aquella mañana decidió que debía terminar con aquella situación, con aquellas situaciones. A menudo, más veces de las que quisiera, pensaba los motivos de dichos encuentros tan ingratos con desconocidos. La mayoría de las veces lo achacaba a su cara. Si, el gesto que irradiaba el alma de su rostro debía tener forma de saco de boxeo en el que todos golpeaban sin piedad, una especie de imán que cumplía una función antropológica consistente en hacer que el resto de la humanidad, o buena parte de ella, se sintiera bien utilizándolo como diana. Decidió entonces cambiar el rostro, parecer más duro, fruncir el ceño, afeitarse menos, llevar gasfas de sol amenzantes... Los resultados se atenuaron pero no lo suficiente, además, empezó a tener problemas de vista de tanto usar las gafas y le recomendaron que no se las volviera a poner. Desechado el espejo del alma, buscó alternativas, todas estéticas, para revertir su sufrimiento. Caminar más erguido y más rápido, llevar ropa de cuero, camisetas negras, fumar, ponerse pendientes, ser maleducado..., con lo último consiguió bastante pero no lo suficiente. Seguía siendo el mismo.

1 comentario:

Joselu dijo...

Hola, loganfugado, te escribo desde tierras gallegas donde estoy pasando los últimos días de mis vacaciones. Pronto volveremos con brío al mundo bloguer. Estoy en un cibercafé. Es terrible no poder desprendernos de lo que nos constituye y de la apariencia que damos. Sólo el tiempo de modo imperceptible, día a día, va modelando nuestro rostro. Cuando los demás nos ven, observan ese cambio y empiezan a tratarnos de modo diferente. Un día la gente empieza a tratarte de usted y das un respingo, otro día te llaman señor en lugar de "joven". El tiempo ese gran escultor de nuestro rostro, de nuestra personalidad. Un cordial saludo, amigo.