viernes, abril 09, 2010
Adolf
La música de Mozart se filtra entre las transparencias solares, unos rayos sucios que arropan de modo hospitalario el salón. La chimenea está viva, plena de energía, como consciente de la nieve que reposa fuera. Adolf deja el libro sobre uno de los brazos del sillón y mira por la ventana. Piensa en el color de la nieve, en el contraste tan fuerte entre la tibieza que siente y el frío del exterior, acaricia el lomo del libro y se huele la yema de los dedos. Es un libro antiguo, gastado. Lo abre de nuevo cuando suena el teléfono. Oye tres tonos, aguardando que alguien se levante a contestar. Pero está solo. El timbre constante cuando descuelga. Mira de nuevo la nieve y se sienta en el sillón. Le complacen estos momentos de intimidad en los que se aisla de Alemania y de la guerra, en los que se olvida de quién es y de cuál es el destino por el que ha nacido, se olvida hasta del propio concepto de destino, entre las páginas de algunos libros viejos es capaz de flotar y mendigar palabras de repulsa, se siente tan fuerte como en los discursos en los que el derroche de energía es un bálsamo que puede curar cualquier enfermedad del espíritu. Piensa que alguien debería escribir sobre las buhardillas de París en las que un día soñó dormir y pintar, alguien con apellido vasco, que sueñe con la ciudad que un día no pudo someter, aquella que años después hizo abrir. Adolf es un afortunado al poder pensar en calma, enfilado por el sol del invierno. Suena de nuevo el teléfono y esta vez no se demora. Le dicen que ya se ve Moscú. No siente una euforia definida y sigue leyendo.
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