El último libro que había leído Sebastián era Farenheit 451. Le gustó. Leía mucho, tenía tiempo para ello y eso que trabajaba todo el día. Debajo de los árboles y sobre las piedras que conocía íntimamente engullía todo lo que le fulminara las manos y la mirada. Podía aventurarse con más de treinta libros en un año. Nunca le importó el tema, era más una cuestión de preferencias temporales. Los primeros años trascurrieron entre Julio Verne y Emilio Salgari, de ellos pasó a Defoe y Stevenson. Un libro le llevaba a otro en una cadena de placer interminable que sabía desde un profundo lamento que no podía abarcar. Al abrir el primer libro que leía en enero siempre se acordaba del maestro que le enseñó a leer, era un hombre alto, de pelo canoso, voz vibrante y palabra ágil, convincente. Un día desapareció igual que vino, casi a escondidas, como si alguien o algo le persiguiera. Leyó a Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Unamuno, Pío Baroja, Galdós, todos los sacaba de las polvorientas estanterías de la biblioteca del pueblo.
En una de sus largas jornadas de trabajo conoció a Federico. Estaba sentado leyendo La forja de un rebelde bajo una de sus encinas, era una mañana de comienzos de mayo, uno de esos días en los que se huele la primavera, se siente como un regalo inesperado que taladra el corazón exigiéndole avariciosamente la vida. Vio de lejos a Federico caminar solitario, sonriente, cargado de una mochila y equipado para pasar un día fantástico en el campo. Al llegar hasta sus fingidos dominios naturales Federico saludó.
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