sábado, mayo 06, 2006

Sebastián (IV)

Empapado hasta las pestañas le pareció ver una cueva en la pared de roca que le venía acompañando a derecha e izquierda desde hacía kilómetros. Sí, la distorsión había sido leve, el negro de unas fogatas que ahora añoraba dibujaba los techos que aquel improvisado y milenario refugio. A pesar de que la lluvia se confundía con una tímida nieve, decidió quitarse la chaqueta de pana verde que su tío Ramiro le había regalado hace más de veinte años. Su cumpleaños era en julio, la había comprado en marzo tras regresar de trabajar recogiendo sillas en la semana santa. Al estirarla pensó que ya no se hacían chaquetas como aquella, o eso le habían dicho porque hacía veinte años que no había necesitado una. También recordó la sensación fría del forro interior en aquella noche de puro terral en el patio de su casa. Ramiro había muerto hacía siete años y pensaba bastante en él. Era hermano de su madre, pero todos decían que su abuelo se lo había encontrado un día en la carretera, el mismo día en que terminó la guerra, en la cuneta, junto al monjón que indica, aún hoy, 518 kilómetros para Madrid. Juan Gutiérrez se lo gritó cuando se peleron en la puerta de la catequesis. Desde ese día le buscó parecidos que no encontró, en su cara, en su cuerpo, tampoco en el tono blanco de su piel. Si los encontró en su locura, en su manía de caminar y caminar perdido. Muchos creían que estaba loco, Sebastián sabía que no. Él también quería hacer lo mismo pero no se atrevía, no podía ni imaginar la sensación de que los demás hablaran de él. Se reprimió durante años, incluso en su entierro. Pero ahora, ya lo había hecho, y allí estaba. Se acomodó entre dos rocas gastadas por otros chaparrones como aquel y esperó. La cueva estaba en un pasillo de rocas en cuyo interior unos álamos rodeaban un río de aguas heladas. Había amanecido junto a su cauce y se había refrescado mientras tiritaba. Llevaba dos días sin comer, pero el objetivo estaba cerca, aunque no tuviera idea. Metió la cabeza entre las rodillas y se sintió solo pero feliz. Había sentido demasiadas veces la lluvia como para asustarse, pero pocas veces tenía aquella textura blanquecina. Sólo una vez le asustó la nieve, se había alejado demasiado de la cañada, subió a un puerto que conocía bien en verano y que no acostumbraba en invierno, pero aquel año estaba siendo seco y frío. No llovía. Subió y empezó a nevar, cuando quiso volver no podía. Durante horas intentó calentarse entre las hojas de una biografía de los Gracos. Esos sí que sabían.

3 comentarios:

Joselu dijo...

Hola, amigo, he venido a leerte a tu blog y me encuentro estos apuntes de relato que comienzan in media res, como trozos de vida atrapados in fraganti, como escorzos existenciales en que el lector se zambulle buscando claves y trazos de continuidad. Recibe un cordial saludo. Volveré a visitarte.

♦♦♦sol☼de☼soles♦♦♦ dijo...

! Cuánto talento encuentra uno al navegar por los blogs...felicidades por tu estilo..
saludos cordiales de soldesoles

coquinas dijo...

Gracias por vuestra visita. ¡Siempre seréis bienvenidos!