Once de la noche, el enésimo partido del mundial ha terminado y, como reclamando más de la droga de las masas, me quedo embobado viendo una pseudo-tertulia a medio camino de crónicas marcianas y un debate pretendidamente serio. En la calle la tranquilidad de cualquier vía secundaria en un viernes por la noche, algún coche con los ritmos de la incomprensible moda musical, alguna moto que, a tenor de su estridente ritmo mecánico, nunca debe cruzarse con la policía..., en resumidas cuentas, los prolegómenos del fin de semana. Medio dormido trato de seguir, a la vez que envidio, el discurso de un argentino impecable. Justo en el momento en el que comienzan a hablar de la goleada argentina, un escuadrón enemigo del silencio de las mismas motos comentadas, retumba en la calle sin el propósito de pasar de largo. No, no puede ser, se quedan justo debajo de mi ventana, agrupados como una manada de simios y simias, los veo revolotear alrededor de lo que en otros momentos de nuestra historia hubiera sido un fuego y hoy es una bolsa repleta de vasos, hielo y botellas. Anhelando que sea una estación pasajera, intento concentrarme en la tertulia sin éxito. No hablan, gritan. El ruido de la ventana al cerrarla parece animarles a hacerlo aún más fuerte y con un aire de chulería: ¡Tirad un poal! ¡Un poal! Recuerdo a Micheal Douglas en Un día de furia, incluso llego a pensar en que lo primero que haría el sábado sería comprar un bate de beisbol. Espero a que den las doce, no sé por qué, para llamar a la policía. ¿Están rompiendo algo? No, sólo mi sueño y mi tranquilidad. Ahora se pasan. Media hora y nada, los de abajo cada vez peor, yo casi con camisa de manga corta, corbata, gafas de montura negra y pelo de cepillo. Llamo de nuevo. Insisto con educación, no vaya a ser que no vengan de verdad en toda la noche. Ahora mismo van. Efectivamente, una ranchera de la policía local aparece por la calle. Me asomo descaradamente, nadie más en toda la calle parecía oír aquellos ruídos. Paran junto al grupo de simios y simias que apenas parecen inmutarse, siguen gritando, manejando sus móviles... Por la derecha, en dirección contraria y sin casco, aparece una moto que se incorpora al clan. Viene de frente al policía, quien no tiene más remedio que pedirle que se pare. Hasta tres veces y ni caso. Multa bajo las palabras ridículas de justificación de la última incorporación. Los simios y simias se disuleven con parsimonia y con la desgana y el descaro que la necedad y la ignorancia manifiestan, no disimulan su desprecio hacia una cada vez más leve autoriadad que incluso tiene que justificarse ante los menores y menoras.
Llevo todo el día preguntándome ¿cuándo dejará de dar berridos la logse?
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