Durante los cinco años que duró su carrera universitaria, pasó cada día delante del músico. Se sentaba en el escalón de un portal de calle los Mártires, arrimado a un trozo de cartón que le servía de plato reclamatorio mientras tocaba una flauta infantil con una dedicación firme y disciplinada. Había veces que el músico no tocaba y hacía como que se reubicaba, que cambiaba de postura por el frío, por el calor o por el entumecimiento de las horas. Trata de recordar alguna melodía, algún susurro o fragmento que le anunciara que unos metros más allá se lo encontraría. Pero no puede. Lo tiene fijo en la memoria, lo reconocería entre un millón, pero no su música. Piensa que al final ha quedado algo más que su arte, algo mucho más importante y también mucho más efímero.
Era y es una calle sucia, de las olvidadas del centro, pero cuyo tránsito le aseguraba, en los horarios estrictamente laborales, un encuentro seguro.
Hace años que no le ve.
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