sábado, febrero 20, 2010

Rusia

Aquella mujer sufría cada día y cada noche en silencio. No tenía a nadie a quien confiar su larga incertidumbre. Todos se le habían muerto en la guerra. Una guerra que había sido lenta y punzante en los primeros meses, de silencios, desconciertos y de la mayor catástrofe. Y de todos, sólo le quedaba el más chico, el que apenas tenía catorce años cuando empezó, el que vio como una noche se llevaron a sus dos hermanos y a su cuñado en una camioneta, por el Camino Nuevo, el que oyó desde el balcón las ráfagas de la ametralladora y no se atrevió a preguntar. Con apenas dieciocho cogió un tren y se fue. Había dicho que a vengarse, que se iba a Rusia, a ver si con el frío se le aclaraban las ideas y las venganzas. Aquella mujer pensaba que su hijo era ahora un asesino, que mataba a otras personas como habían hecho con los suyos. Y eso le martirizaba tanto como la duda de su retorno. La sola idea de que estuviera creciendo y asentándose en su interior ese cuarto negro, sin resquicios, barrido por una corriente en espiral perpetua, a veces le resultaba más angustiosa que la pérdida ya irreparable.

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