jueves, abril 22, 2010

No sé

Y le costaba asumir nuestra animalidad, nuestro más puro estado de salvajismo que no hay biblioteca ni educación que remedien. Mantenía en discusiones y correspodencias que no, que algo más teníamos que ser, que los límites no debían estar tan claros, que las verdades son cosa de otros tiempos, de otras actitudes, que hace mucho que ya se demostró que no existen las absolutas. Y cada vez se enervaba más, incluso escribiendo, le sudada el bolígrafo o la pluma y empezaba a sentir una especie de incomodidad en la punta del dedo índice que le obligaba a arrojarlo con fuerza sobre la mesa, estirando los dedos. Cuando discutía, se le hinchaba una vena en el cuello, que se le ponía rojo, y gritaba. Nunca daba el turno de palabra y era incapaz de reprimir sus argumentos. A veces llegaba a insultar. Y eso que creía firmemente en la educación.

Y en el otro lado estaba el otro. El otro. Nunca tartamudeaba, los nervios no existían más que como sensación acústica, la razón era la dueña del mundo, incluso, y sobre todo, del caos. La explicación de todo vendría de ahí, no había que buscar más. Y por eso pensaba que no existía el remedio, que sólo quedaba el camino de la asunción de esa realidad, porque si no, estaba el sufrimiento perpetuo.

No hay comentarios: